Hasta lo malo puede empeorar

Hasta lo malo puede empeorar

A la hora de plantear un relato, sobre todo si pretende abordar lo acontecido en determinado lugar, resulta muy complicado elegir el punto desde donde arrancar la historia. Siempre parece haber un antes sin el cual es casi imposible entender las condiciones de partida. En algo así nos encontramos cuando tratamos de entender qué ha sucedido en Afganistán para que los talibanes se hayan hecho de nuevo con el poder. Podemos volver a 2001, tiempo en que una coalición al mando de los Estados Unidos invadió el país asiático expulsando del poder a la generación previa a los que ahora han regresado. A 1996, cuando aquella generación de talibanes se hizo con el poder tras una disputa entre facciones fundamentalistas. A 1992, cuando el estado socialista afgano cayó ante los muyahidines apoyados por EEUU. A 1989, cuando las tropas soviéticas se retiraron…

Al final, cada hecho ayuda a comprender los siguientes. En el fondo, en casi todos encontramos luchas de poder en las que las vidas de millones de personas se muestran como lo menos trascendente para quienes detentan las situaciones de privilegio. En el juego de la geopolítica, en el del poder territorial, el precio de la vida de la gente corriente tiende a cero.

Tras la orden de retirada de las tropas estadounidenses –tal y como se comprometió su gobierno en el Acuerdo de Doha suscrito con ‘el Emirato Islámico de Afganistán’, nombre con el que se autodenominan los talibanes- y, con ellas, del resto de los países que colaboraban con los EEUU, con la llegada de los propios talibanes a Kabul, se han condensado los hechos en “un fracaso estadounidense y por extensión de occidente se mire por donde se mire”. En realidad, más que un fracaso, estamos ante el culmen de sucesivos fracasos. Al menos si nos ceñimos a los discursos de buena voluntad. Es obvio que las situaciones que vislumbramos a las que se verán expuestos los afganos – una preocupación indefinida, pero una indefinición multiplicada si eres mujer- son para echarse a temblar. Pero no estaban siendo envidiables en los años anteriores. De hecho, como ha reconocido el presidente Biden, «Nuestro único interés nacional vital en Afganistán sigue siendo hoy lo que siempre ha sido: prevenir un ataque terrorista en la patria estadounidense».

Con todo, lo peor es que por dramática que sea una realidad, siempre puede empeorar. En el nuevo escenario, por sorprendente que resulte a los ojos de nuestra sociedad donde los talibanes se encierran las mayores perversiones potenciales, aparecen nuevos actores que los superan en cuanto al pánico que producen. Los atentados del aeropuerto de Kabul así lo ponen de manifiesto.

En la situación actual cabe poco margen, pero al menos tenemos la posibilidad de abrir las puertas a algunos centenares de personas que han podido escapar de la tragedia venidera. Como organización, nos complace. Las puertas deben estar abiertas, más para las personas que huyen del drama directo de la guerra o de las consecuencias de esta. Convertirnos en territorio de acogida debe ser parte de la responsabilidad que como sociedad nos corresponde. Y precisamente este ejemplo nos ha de servir para no sacralizar el concepto de ‘multiculturalismo’.  Otra cosa sería si fuese el resultado de movimientos humanos deseados, entonces, podríamos entender como enriquecedor el encuentro en el mismo territorio entre personas provenientes de distintas culturas. Mientras este encuentro no sea más que el resultado de la suma de catástrofes no nos queda más que lamentar el empobrecimiento de los lugares de origen. Y después, en todo caso, convertir la necesidad en virtud.

Para terminar, no podemos dejar de señalar la aparente paradoja que se produce al unir el recibimiento señalado a estas personas provenientes de Afganistán, los discursos de acogida emitidos por nuestros gobernantes con la orden del Ministerio del Interior de expulsión a Marruecos de menores que estaban acogidos en Ceuta. No parece razonable presumir de unos valores y, en paralelo, ponerlos en entredicho. ●

 

Imagen: grafiti de la artista afgana Shamsia Hassani

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