El statu quo y la violencia en Jerusalén

(Artículo de José M. Ruibérriz para el Colectivo Senda, originalmente publicado en El Correo de Andalucía)

En el conflicto palestino-israelí estamos siendo testigos de realidades difícilmente conciliables entre sí. La primera es que en el territorio de la Palestina histórica existen dos estados. El Estado Palestino ya es una realidad de pleno derecho en la comunidad internacional. Su estatuto de Estado observador de Naciones Unidas dibuja un escenario muy diferente al de hace escasos años, en el que los Territorios Ocupados Palestinos eran un territorio disputado por Israel, dotado de un mero gobierno autónomo bajo la cuestionada legitimidad de un movimiento de liberación nacional, que situaba a los palestinos en un plano de mucha más fragilidad en la arena política internacional.

La estrategia de acción unilateral palestina ante las instituciones internacionales y la comunidad internacional, que ha dado pie al reconocimiento de Palestina, fue ideada por Riyad Malki, el ministro de Exteriores y único miembro del ejecutivo que sobrevive desde 2008 a sucesivas crisis y remodelaciones de gobierno palestino. Malki es un controvertido político, con una trayectoria de izquierdas y muy activo durante años en el movimiento asociativo palestino, que se ha granjeado numerosos enemigos dentro de los círculos de poder palestinos, pero que cuenta con el apoyo inquebrantable del presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmoud Abbas, para desesperación de sus correligionarios en Fatah.

Lo cierto es que esta estrategia palestina ante Naciones Unidas y sus instituciones ha sido la única con capacidad de sacudir el statu quo que sigue dominando la relación entre palestinos e israelíes. El reconocimiento de Palestina por la gran mayoría de los estados pone en evidencia una realidad: en el territorio de la Palestina histórica coexisten dos países soberanos.

La segunda realidad, en contradicción con la primera, es que en el territorio de la Palestina histórica se impone en la práctica un solo estado: la línea verde que los separaba cada vez es más difusa, los cientos de asentamientos israelíes en territorio palestino son, de hecho, Israel, e Israel es, siempre fue, tierra de colonos. El general al frente de la Administración cívico-militar israelí gobierna el destino de dos millones de palestinos y palestinas que viven Cisjordania en mucha mayor medida que el propio Abbas. Dos millones de palestinos que vienen siendo ciudadanos de tercera en un estado binacional desde hace 48 años, con regímenes diferenciados también para árabes israelíes y judíos, estos últimos sí, ciudadanos de primera.

Es en la imposibilidad de conciliar estas dos realidades contradictorias donde hay que encuadrar los episodios violentos que estamos presenciando en Jerusalén: en la impunidad con la que operan los actores que perpetúan la ocupación militar de un Estado por otro, más propia de un régimen totalitario que de la democracia que formalmente opera en Israel y en la dificultad aparente de alcanzar un acuerdo negociado por mucho que Abbas haya dilapidado todo su capital político en la búsqueda obstinada de esta estrategia, hasta el punto de que el líder de un movimiento de liberación ha llegado a ser visto como un activo tal por su ocupante que Israel considera su renuncia o su fallecimiento –no olvidemos que Abbas tiene 80 años– como una amenaza a la seguridad nacional.

Es tan difícil pensar que a estas alturas Abbas abandone, pese a todo, su estrategia de diálogo como que las nuevas generaciones de líderes palestinos mantengan su apuesta por la negociación, la cooperación en materia de seguridad y la no violencia. Y sin embargo, ¿qué otras opciones quedan? Un informe del International Crisis Group dibuja algunos escenarios, algunos de improbable realización y otros aún menos esperanzadores que el escenario actual.

El primero es que Israel imponga a los palestinos de Cisjordania –y no Gaza– un proceso de negociaciones eterno, que distraiga al liderazgo palestino de los objetivos a largo plazo y alivie entretanto la presión internacional sobre Israel. El segundo, por la vía de los hechos consumados, es que Israel declare anexionadas Jerusalén en su totalidad, los grandes bloques de asentamientos y las tierras fértiles del valle del Jordán, dejando el resto del territorio bajo control palestino o jordano, como respuesta a las acciones unilaterales palestinas.

Entre los palestinos, las opciones pasarían por abandonar la lucha por la autodeterminación y convertirla en lucha por los derechos civiles y la igualdad dentro de Israel. Al mismo tiempo, continuar dando pasos ante la comunidad y la justicia internacional en la esperanza de reforzar su posición y forzar a Israel a renunciar a parte de los territorios anexionados.

Ninguno de estos escenarios amenaza realmente la fórmula de los dos estados, por mucho que haya minorías crecientes en ambas sociedades que aboguen por dichas estrategias. El paradigma de los dos estados sigue contando con un consenso internacional del que pocas otras agendas gozan, y aúna a estadounidenses, europeos, rusos, chinos y a la propia Liga Árabe. Ambas sociedades siguen apostando mayoritariamente por esta fórmula, aunque con ingredientes distintos. Los asuntos que deben ser dirimidos siguen siendo los mismos, el estatuto de Jerusalén y su capitalidad compartida, así como el uso compartido de los lugares santos, una solución justa a la cuestión de los refugiados, el trazado definitivo de las fronteras y el intercambio de tierras para compensar justamente a los palestinos la tierra usurpada por los asentamientos israelíes. Todos estos elementos, junto con la búsqueda de una fórmula que permita incorporar a Gaza a la solución, son los pilares centrales de un acuerdo de paz.

Pero lo cierto es que para que unas negociaciones de esa naturaleza se produzcan, primero debe producirse un desmoronamiento del statu quo que ni siquiera el reconocimiento por la comunidad internacional del Estado Palestino ha conseguido provocar. Quizá un escenario de violencia, el estallido de una tercera intifada, pueda hacerlo, o el colapso de la Autoridad Nacional Palestina, que dejaría la responsabilidad de la población ocupada en manos israelíes y generaría previsiblemente una grave catástrofe humanitaria.

No somos partidarios de soluciones que pasen por la catástrofe y por el castigo colectivo a la población y sí, en cambio, abogamos por aquellas que permiten construir la política y la diplomacia. La comunidad internacional tiene capacidad para imponer sanciones y la Unión Europea puede prohibir la comercialización de productos provenientes de asentamientos israelíes y considerar la suspensión del acuerdo de asociación UE-Israel. Es ahí donde la acción colectiva, en el caso de la sociedad europea, debiera centrar sus esfuerzos, si queremos contribuir a una solución de paz justa y duradera entre palestinos e israelíes. Porque si, como desde esta tribuna venimos defendiendo, la única manera de alcanzar una solución definitiva que haga posible la convivencia de los dos estados es la negociación y para ello se precisa una acción más firme y decidida de la comunidad internacional, hemos de convenir que la inacción de la comunidad internacional se erige en el principal sostén de la situación de statu quo que viene perpetuando la violencia en la región.

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