Jerusalén: Dos capitales para dos Estados

La medida anunciada por Trump en su «discurso de Jerusalén» de trasladar la embajada estadounidense en Israel a Jerusalén en las circunstancias actuales, en las que hay un estancamiento político y una tensión diaria en las calles de la ciudad, es una medida unilateral peligrosa que viola el derecho internacional y niega la esencia de Jerusalén como la capital de dos pueblos. El discurso de Trump constituye también un paso más en la retirada estadounidense de Medio Oriente, como apuntó anoche el Presidente Abbas, que calificó la declaración como “un intento deliberado de minar los esfuerzos de paz”. Es cierto que los predecesores de Trump tampoco impusieron un acuerdo, pero al menos desde la cumbre de Camp David en el 2000 mediaron entre las partes, guiados por los parámetros de Bill Clinton. Trump se ha liberado de un compromiso con el pasado y ha dejado a israelíes y palestinos como únicos responsables de dar forma y lograr un acuerdo. Al hacerlo, Trump brinda una gran victoria a la derecha nacionalista israelí y su mensaje de que ninguna negociación puede poner en peligro los frutos de la guerra de 1967 y décadas de colonización de los territorios palestinos.

El “discurso de Jerusalén” es también un intento deliberado por descarrilar el paso imprescindible para la paz que representaba la posibilidad de reconciliación entre Hamás y Fatah. Aunque Abbás ya ha declarado que, habida cuenta de la retirada estadounidense de su rol mediador, centrará sus esfuerzos en el proceso de reconciliación, a nadie se le escapa que estos acontecimientos empujarán a Hamás a adoptar posiciones más duras una vez más que acrecentarán la distancia entre las dos fuerzas políticas.

La falta de voluntad de los países democráticos de todo el mundo para reconocer a Jerusalén como la capital de Israel nada tiene que ver con la negación de la profunda conexión histórica del pueblo judío con la ciudad. Por el contrario, se basa en el principio de que ese reconocimiento solo puede lograrse mediante un acuerdo entre los dos pueblos que también garantice el respeto del vínculo palestino con Jerusalén. Quizás más que otros países, los Estados Unidos deberían oponerse categóricamente a las condiciones en las cuales el 40 por ciento de los residentes de Jerusalén son gobernados sin su consentimiento y sin los mismos derechos.

En lo que es el quincuagésimo aniversario de la anexión de Jerusalén Este por parte de Israel, el «discurso de Jerusalén» es también una provocación estéril. En Jerusalén, más que en otros lugares, israelíes y palestinos comparten un espacio urbano, y las decisiones políticas tienen ramificaciones inmediatas para la vida cotidiana, el bienestar y la seguridad de los residentes de ambos lados.

Hasta que se llegue a un acuerdo, deben evitarse pasos unilaterales que, como este, puedan intensificar las tensiones en la ciudad. Se debe hacer todo lo posible para facilitar la vida cotidiana de todos los residentes de la ciudad y permitir que las dos comunidades se desarrollen dentro del espacio urbano. La participación de la sociedad civil y las direcciones nacionales de ambos pueblos, así como de los países del Medio Oriente y la comunidad internacional, es esencial para garantizar el bienestar y la seguridad de las dos comunidades. Solo las medidas tomadas con este espíritu promoverán las condiciones esenciales para un futuro viable y acordado.

Lo más importante ante la tremenda insensatez de Trump, lo que nos toca ahora, es proteger vidas humanas y hacer lo posible para que la región no caiga en una nueva ronda de violencia que no producirá resultados políticos positivos reales sino sufrimiento y devastación.

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